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Una meditación sobre la fraternidad. Perspectiva de un laico: La alteridad que construye

Hoy quisiera dedicarme a meditar, comprendida esta como un ejercicio intelectual del creyente que produce en este un doble resultado, un “in-crescendo” vital que hace que la meditación produzca fruto.

​Según lo dicho por San Ignacio de Loyola: “No es el mucho saber lo harta y satisface el alma, sino el gustar de las cosas internamente” por eso la primera moción que deseamos suscitar es la contemplación de un misterio que se nos descubre como don precio de la divina largueza, don del que no somos merecedores y que recibimos con la humildad del siervo que se sabe desnudo, con la desnudez de su pecado, ante la bondad divina que aun así le ama, le convierte en hijo, restaurando su dignidad y haciéndole coparticipe de la herencia ganada por Cristo, coheredero con Cristo, pues somos sus hermanos. 

El segundo acto que desea suscitar esta meditación es la “actio” haciendo que el tronco de la contemplación sostenido por las raíces de la meditación no quede estéril sino que dé fruto abundante, comprendido aquí como colaboración consciente en la acción salvífica que Dios inicio con Cristo, es decir su Reino.

Hemos aclarado aquí cual será el “cursus” que desea suscitar este primer pensamiento en cuantos se acerquen a las líneas que escribimos, ahora queremos decir algunas cosas del programa que desea seguir nuestro escrito.

Aunque el tema de la fraternidad parece ser de los temas más, permítaseme la expresión, “manoseados” de la espiritualidad franciscana en particular y de la Iglesia en general, creo que es posible decir alguna cosa más que ilumine la vida de los creyentes en este particular. Y aquí una cosa importante, este es un pensamiento creyente porque quien escribe no puede sustraerse de su realidad creyente y porque la reflexión se hará desde la perspectiva abiertamente católica. Por eso hemos de partir de Dios mismo y su paternidad, pues es Él quien constituyéndonos hijos nos hace hermanos, continuaremos con la vida nueva que nos trae el resucitado e incluiremos en la meditación a María, nuestra buena madre y a San Francisco de Asís. Por último haremos algunas pequeñas anotaciones que pueden ayudarnos a dar el salto de la mera meditación y contemplación a la acción.

1. Dios de quien proviene toda paternidad (Ef. 3,15)

Una meditación sobre la fraternidad que desee encontrar su fundamento en otra piedra sillar yerra. Esta afirmación tan contundente y por lo demás innecesaria, se vuelve obligatoria al comenzar juntos, nuestro recorrido porque es Dios quien nos ha constituido hijos suyos y por tanto hermanos entre nosotros, sin este constituirnos hijos, no tendría sentido hablar de hermanos.

1.1. Mas nosotros, por culpa nuestra, caímos (IRe XXIII) En la oración compuesta por san Francisco de Asís e incluida en la primera regla de la Orden Franciscana, el santo hace un resumen de la historia de la salvación, al concluir las líneas dedicadas a la creación San Francisco habla del ingreso del pecado en la historia con una simple frase: “mas nosotros, por culpa nuestra, caímos” . El pecado original rompe el tejido armónico de la obra creadora de Dios, provocando las cuatro rupturas: El hombre ha roto su relación con Dios, le ha dicho que no quiere hacerle caso, que puede seguir adelante sin obedecer su voluntad; y así al mismo tiempo ha roto consigo mismo, hiriéndose profundamente. El hombre se siente rasgado en sí mismo, busca la felicidad como fin último de su existencia, pero se aleja de quien puede darle plenitud a su propia vida. San Agustín de Hipona habiendo experimentado en su propia realidad esta ruptura decía en su dialogo con Dios:

“Y ves que tú estabas dentro de mí y yo fuera, Y por fuera te buscaba; Y deforme como era, Me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste. Tú estabas conmigo mas yo no lo estaba contigo. Me retenían lejos de ti aquellas cosas Que, si no estuviesen en ti, no serían”. Y en otro momento afirmó: “nos hiciste para ti, Señor, y nuestro corazón permanecerá inquieto hasta que descanse en ti”, la ruptura interna en el Ser humano es provocada por un corazón que insistentemente busca a un Dios al que se empeña en olvidar. Al mismo tiempo se manifiesta una tercer ruptura, el hombre que ha abandonado a Dios, herido sin encontrar aquello que puede darle felicidad, ha dejado entrar con el pecado las relaciones de violencia y opresión, la cosificación del otro, convirtiéndole en simples medios para alcanzar un fin. La introducción de este nuevo estilo de relaciones ha traído consigo la muerte en todo el amplio sentido de esa palabra.

La cuarta ruptura se da con la relación de cuidado fraterno hacia la naturaleza, a quien con toda razón llamamos madre, pues si salimos de la mano de Dios fuimos moldeados con el barro nacido de sus entrañas, somos barro en el que Dios infundió su Espíritu. Si, humanos que han esclavizado la tierra que los dio a luz.

1.2. Así dijo el Señor: vuelva la vida El viernes santo la Iglesia mientras adora a Cristo cosido en la cruz por nosotros, canta admirada de la obra de su Señor: “Y así dijo el Señor: "vuelva la vida y que el amor redima la condena". La gracia está en el fondo de la pena, y la salud naciendo por la herida.”

Dios ha buscado constantemente reparar el daño ocasionado por el mal en el mundo, haciéndose cada vez más cercano “Con lazos de ternura, con cuerdas de amor, nos atarías hacia si” (Cfr Os 11, 4) por eso a la vez que el pueblo de la antigua alianza rompía la alianza que había sellado contigo, tu olvidabas sus pecados y como una madre, con el amor que brotaba de tus entrañas, los corregías a la vez que les perdonabas sus faltas. Con razón eres llamado a la vez que Omnipotente Dios, misericordioso Salvador (Alabanzas al Dios Altísimo)

El ejercicio de Dios en el Antiguo Testamento puede resumirse como una continua practica de misericordia que a la vez que rehacía el daño en la amistad volvía más cercano a Dios, y puesto que Dios se hacía más cercano a la humanidad le permitía al hombre verle con más claridad, ya no solo conocerle de oídas "Yo te conocía sólo de oídas, mas ahora te han visto mis ojos." (Job, 42, 5) el mismo autor sagrado decía en el libro de Job "Yo sé que mi Defensor está vivo, y que él, el último, se levantará sobre el polvo. Tras mi despertar me alzará junto a él, y con mi propia carne veré a Dios." (Job, 19, 25-26) Entre más se profundizaba la herida presente en el corazón del hombre más cercano se hacía Dios, el pueblo de la antigua alianza comenzaba a intuir que Dios era su Padre, que su amor es el de un Padre con entrañas de misericordia, Él es el Padre del pueblo.

El Emmanuel, presencia particular, y palabra distintiva de Dios en la historia, era llamado por el profeta Isaías: Padre perpetuo, Príncipe de la paz» (Is 9, 5). En el Emmanuel Dios haría evidente su paternidad de un modo nuevo. En él, Dios se haría para el pueblo no solo su Dios, sino su Padre, Padre ya no de la colectividad, Padre de cada uno. Todos podrán llamar a Dios Padre.

2. Y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz En la misma oración de san Francisco que ya hemos citado, el pobre de Asís decía: “Y te damos gracias porque, así como por tu Hijo nos creaste, así, por tu santo amor con el que nos amaste, hiciste que él, verdadero Dios y verdadero hombre, naciera de la gloriosa siempre Virgen la beatísima santa María, y quisiste que nosotros, cautivos, fuéramos redimidos por su cruz y sangre y muerte.” (IRe XXIII) Para San Francisco de Asís la salvación que Dios nos regaló por medio de su Hijo es un acto de su querer, por eso en la carta a todos los fieles, cuando comenta el instante en el que el Hijo de Dios entra en la historia de la humanidad afirma que es Dios mismo quien realiza el anuncio, quien pronuncia la Palabra: “Esta Palabra del Padre, tan digna, tan santa y gloriosa, la anunció el altísimo Padre desde el cielo, por medio de su santo ángel Gabriel, en el seno de la santa y gloriosa Virgen María, de cuyo seno recibió la verdadera carne de nuestra humanidad y fragilidad. El cual, siendo rico (2Cor 8, 9) sobre todas las cosas, quiso él mismo elegir la pobreza en el mundo con la beatísima Virgen su madre.” (2 ctaFil)

2.1. Una Palabra

El inicio de la historia de todo cuanto existe es una Palabra, ese es el primer acto que vemos haciendo a Dios en la Biblia: “dijo Dios: Hágase la luz” (Gn 1,3); una palabra que vuelve a repetirse “cuando en la plenitud de los tiempos envió Dios a su Hijo nacido de Mujer” (Gal 4, 4-6), nuevamente resonó la Palabra de Dios, que estaba con Dios y era Dios (Jn 1,1).

​De nuevo un hágase (Lc. 1, 38) pero si el primero fue pronunciado por la boca de Dios para hacer que la luz entrará en el mundo, en la plenitud de los tiempos fue la humanidad quien lo pronunciara por la boca de una humilde doncella de Nazaret. Ella, colocada en la cima de la historia es puente por el que Dios baja a los hombres y los hombres pueden llegar a Dios. 

Así en la plenitud de los tiempos la Palabra se hace carne en el seno virginal de la mujer, María, y pone su tienda entre nosotros (Cfr Jn 1, 14) rasgando el velo del templo (Mt. 27, 51) y dando acceso directo al Padre.

2.2. Abba

Jesús nos ha constituido un pueblo nuevo adquirido por su sangre, hecho coheredero con Él de un reino nuevo que se inauguró con su llegada. Él anuncia el Reino y lo actúa, hace posible un nuevo modo de ser “Ser-humano”, esta nueva forma se puede escribir con cuatro letras: Abba.

Dios es Padre, pero más que padre es Abba, la forma en la que Jesús habla de Dios es tan diferente, que sus seguidores al transmitirnos sus palabras quisieron dejar intacta la palabra Abba, como si con ello lograran transmitir con toda su fuerza la luz que brillaba en el rostro de Cristo al pronunciarla.

Cristo nos enseñó con sus palabras y con sus obras como debíamos relacionarnos con Dios, Él no es solamente su Padre es nuestro Padre, por eso cuando los discípulos le pidieron que les enseñara a orar Él les dijo: “cuando oren, digan: Padre Nuestro…” (Lc. 11,2) Pablo afirma que: “no habéis recibido un espíritu de esclavitud para volver otra vez al temor, sino que habéis recibido un espíritu de hijos, por el cual clamamos: ¡Abba, Padre!” (Rom.8, 15), si Cristo ha entrado en la historia por medio de María, naciendo bajo la ley, fue para rescatarnos del dominio de la ley y constituirnos en Hijos de Dios (Cfr. Gal 4, 4-6).

2.3. ¿Quiénes son mi madre y mis hermanos?

Jesús pone una condición para ser sus hermanos “Pero [Jesús] respondiendo les dijo: Mi madre y mis hermanos son estos que oyen la palabra de Dios y la hacen” (Lc 8,21), nuevamente San Francisco comenta este pasaje para nosotros cuando afirma: “Somos para él hermanos cuando hacemos la voluntad del Padre que está en los cielos” (Mt 12,50) La cosa no está por tanto un acto mágico por el cual se nos constituye hijos y ya, o en aceptar una serie de doctrinas, la cuestión parece estar en vivir continuamente con los ojos puestos en Dios y en el hermano, con el oído atento para escuchar la voluntad del Padre que está en el cielo. Es lógico que si el tejido se rompió al oponerse a hacer la voluntad de Dios, este se pueda reparar con un “hágase tu voluntad y no la mía” (Lc, 22,42). Un “hágase” que estuvo continuamente presente en la vida de Jesús, presente en su oración “Hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo” (Mt. 6, 10)

Esa palabra que señala, indica, a quienes están del lado de Dios “Cuyas Obras hacen” (ICtaFil) y quienes se oponen a Él con un violento Non serviam (no serviré) como lo ha hecho el demonio y sus ángeles.

3. El Señor me dio hermanos Al hacer un recuento de su vida, cuando se acercaba a la meta del camino recorrido san Francisco constataba con gratitud que si él había tenido hermanos, era exclusivamente porque Dios se los había dado como don gratuito de Dios, de quien había recibido todo como un don. ​A la par de que reconoce en el hermano a un don de Dios descubre que no sabía cómo construir el don de la fraternidad, por eso el Santo de Asís continua su frase diciendo: “pero nadie me decía que debía hacer” pero él fue descubriendo que para ser hermanos habría que “vivir según la forma del santo Evangelio” san Francisco traduce aquello en la regla de la Orden, y la resumía afirmando que los hermanos debían seguir las huellas y vida de nuestro Señor Jesucristo. 

Constituirse en imitadores de Cristo, no del Pobre de Asís, y así lo entendió santa Clara que hacía consistir la vocación franciscana en la “secuela Christi:”: “El Hijo de Dios se ha hecho para nosotras camino, que con la palabra y el ejemplo nos mostró y enseñó nuestro bienaventurado padre Francisco, verdadero amante e imitador suyo.”(TestCl) Así las cosas la fraternidad aparece ante nuestros ojos como un irse cristificando, es decir, haciendo cada vez más Cristo, hasta hacerse uno con él. Por eso afirmaba el Santo que es el cumplimiento de la Voluntad del Padre lo que nos constituye hermanos de Cristo. 4. Dios nos constituye en un tú con quien puede dialogar

La dignidad del ser humano le viene dada por Dios, Él ha escogido al ser humano, lo ha constituido en un tú con quien dialogar, nos diferencia del entorno, nos constituye en personas que pueden a la vez que escucharle, responderle. En esa respuesta se juega la fidelidad a Dios que nos ha hecho sus hijos.

Esta dignidad a la vez que es única es compartida, todo hombre por ser hombre ha sido hecho un tú al que Dios desea revelarse, con quien hablar de forma única, a la vez que es una dignidad que compartimos con todos los hombres. Aparece ante nosotros, nuevamente, la Palabra de Dios que nos hace hijos, nos capacita para escucharle y prepara nuestro corazón para responderle de modo que como María de Nazaret podamos decirle “hágase en mi según tu Palabra”

Reconocer esta verdad, lleva al ser humano a ver al otro con nuevos ojos, este ya no es un medio para alcanzar un fin, al otro hay que amarle porque es como yo con la misma dignidad, los mismos derechos, pero es como yo un ser caduco signado por el pecado, que busca hacerse, construyendo el proyecto que es su propia existencia.

5. Un mundo nuevo es posible Concluyamos nuestra meditación haciendo algunos cierres que nos parecen importantes.

Es Dios quien nos constituye en hermanos haciéndonos hijos suyos, en este sentido la fraternidad es una consecuencia de la filiación que Dios ha producido en nosotros enviando a nuestros corazones el Espíritu de hijos que nos hace clamar Abba Padre Pero a la vez que es un Don dado a nosotros como fruto de la filiación divina, es también una tarea, nos constituimos en hermanos cuando actuamos como hermanos de Cristo, es decir cuando cumplimos la voluntad del Padre que está en los cielos.

Es el hágase que se perpetua en la historia, que está al inicio de la Creación en boca del Padre, en la Plenitud de los tiempos en los labios de la doncella de Nazaret, cuando Cristo llevó a término su obra salvadora y se perpetua en los tiempos por medio de la oración de la Iglesia.

Francisco confirma en su propia existencia que la fraternidad es un don de Dios a la vez que una tarea que consiste en hacer la voluntad del Padre, es decir vivir la norma del Santo Evangelio siguiendo las huellas de nuestro Señor Jesucristo.

Por último volvemos a fijar nuestros ojos en el Padre de quien procede toda paternidad, porque es Él quien nos ha dado ser un tu, capaz de escuchar su palabra y de responderle. Cuando el hombre descubre su dignidad, que es única mira en torno suyo y descubre que la también los otros son hermanos en esa dignidad, han sido constituidos hijos de Dios y hermanos suyos.

Al vivir desde esta perspectiva el ser humano comienza a generar unas relaciones que poco a poco irán construyendo un nuevo mundo posible, un mundo que, además, es posible. Este es el final de nuestra meditación. Un nuevo mundo, un mundo mejor es posible y lo construiremos solamente cuando tengamos a Dios por Padre y podamos ver al otro a los ojos como hermano.

Emmanuel Barrientos Arguedas, Coordinador Fraternitas EG


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