¿QUÉ ESPERAMOS LOS QUE ESPERAMOS?
Queridísimos hermanos, a partir de esta semana, haremos una pausa en el tema que hemos venido desarrollando sobre el camino contemplativo, y nos vamos a adentrar en el tema propio del tiempo litúrgico que empezamos este pasado 3 de diciembre: El Adviento. Quise colocarle ese título – al parecer un poco redundante y que juega con las palabras – para poder profundizar en el sentido escatológico de este tiempo. Y así no perder de vista el contexto de esta ansiada espera. No podría empezar estas palabras omitiendo lo más básico: el significado etimológico de la del término "Adviento", ya que es primordial para este tema; y este viene del latín “adventus”, que significa venida, llegada y se caracteriza por la expectativa de esperar algo muy especial. En el mundo actual en que vivimos, donde lo rápido, la inmediatez, la prontitud, lo fácilmente accesible; están de moda y es la tónica de muchos de nosotros, al punto que el simple “lag” o retraso en la carga de datos en nuestros dispositivos electrónicos, nos puede exasperar; nos ha dificultado poco a poco vislumbrar el valor de una espera, de aguardar con paciencia y sabiduría la llegada de algo o de alguien que puede tener para nosotros algo especial o importante, o que necesita su tiempo para consolidarse. Durante todo el tiempo del Adviento se nos hace hincapié, en la liturgia, en la vida pastoral general, en la importancia de esta virtud de la espera, pero es vital cuestionarnos sobre: ¿que esperamos? Cuando hablamos de la espera del Adviento, no podemos únicamente centrarnos en la espera del día de navidad, donde conmemoramos el nacimiento de nuestro Señor, si no que debemos mirar más allá. En este tiempo podemos contemplar una serie de significados multidimensionales entre los que, recordamos lo que ya sucedió, nos invita a vivir el presente, y nos prepara para lo que vendrá. Respecto a recordar el pasado: En esta dimensión – que es la que la mayoría tienen muy presente, celebramos y contemplamos el nacimiento de Jesús en Belén. Sabemos que el Señor ya vino y nació en Belén. Esta fue su venida en la carne – donde apreciamos el Misterio de la Encarnación –; lleno de humildad y pobreza. Vino como uno de nosotros, hombre entre los hombres. Esta fue su primera venida. Luego en la invitación a vivir el presente: consiste en vivir en el presente de nuestra vida diaria la "presencia de Jesucristo" en nosotros y, por nosotros, en el mundo. Vivir siempre vigilantes, caminando por los caminos del Señor, en la justicia y en el amor. Y por último – el factor que muchos perdemos de vista y que realmente debe estar presente todos nuestros días – es el de la preparación para el futuro, para lo que vendrá más adelante y que el mismo Jesucristo nos prometió. Se trata de prepararnos para la Parusía o segunda venida de Jesucristo en la "majestad de su gloria". Donde entonces vendrá como Señor y como Juez de todas las naciones, y premiará con el Cielo a los que han creído en Él; vivido como hijos fieles del Padre y hermanos buenos de los demás. Teniendo en cuenta que esperamos su venida gloriosa que nos traerá la salvación y la vida eterna sin sufrimientos. A esta última dimensión es a la que le quiero – en esta ocasión – darle un poco más de énfasis, ya que como lo mencione anteriormente, es la que puede que tengamos menos en cuenta, y que una vez que ha pasado el 25 de diciembre – a como el comercio consumista moderno nos ha hecho creer- que ha “terminado” la navidad; ya debemos dejar de esperar (y tristemente algunos lo único que esperan son regalos, vacaciones y fiesta, hasta la próxima temporada navideña al año siguiente. En este primer domingo de Adviento, el evangelio nos invitaba a estar atentos, a vigilar, pues no sabemos el día ni la hora en que vendrá el dueño de la casa (cf. Mc 13, 33-37), esto tiene un profundo significado escatológico. ¡Vigilad!” Esta es la palabra clave en el corto pasaje que la Iglesia reserva para la liturgia del primer domingo de Adviento. Vigilar, estar atentos, esperar al dueño de la casa que debe regresar, no adormilarse, es esto lo que Jesús pide a todo cristiano. Estos cuatro versículos del evangelio de San Marcos forman parte del discurso escatológico del capítulo trece. Este capítulo nos habla de la ruina del Templo y de la ciudad de Jerusalén. Jesús aprovecha la ocasión por una observación que le hace un discípulo: “¡Maestro, mira qué piedras y qué construcción! (Mc 13, 1). Jesús, por eso, aclara las ideas: “¿Véis estas grandes construcciones? No quedará piedra sobre piedra, que no sea demolida” (Mc 13, 2). El Templo, signo tangible de la presencia de Dios en medio de su pueblo elegido, Jerusalén, la ciudad “bien unida y compacta” adonde “suben junta las tribus del Señor, para alabar el nombre del Señor” (Salmo 122, 4), todo esto, signo seguro de la promesa hecha a David, signo de la alianza, todo esto irá a la ruina... es sólo un signo de algo que sucederá en el futuro. Los discípulos llenos de curiosidad piden al Señor sentado en el monte de los Olivos, de frente al Templo: “Dinos, ¿cuándo acaecerá eso y cuál será el signo de que todas estas cosas están por cumplirse? (Mc 13,4). A esta pregunta, usando el estilo apocalíptico judaico inspirado en el profeta Daniel, Jesús se limita sólo a anunciar las señales premonitoras (falsos cristos y falsos profetas que con engaño anunciarán la venida inminente del tiempo, persecuciones, señales en las potencias del cielo. cf. Mc 13, 5-32), “en cuanto al día y a la hora, ninguno los conoce, ni siquiera los ángeles del cielo, y ni siquiera el Hijo, sino sólo el Padre” (Mc 13,32). De aquí se comprende la importancia de la espera vigilante y atenta a los signos de los tiempos que nos ayudan a acoger la venida del “dueño de la casa” (Mc 13, 35). Cuando venga él, todo desaparecerá, “el poder de los siervos” (Mc 13, 34), incluso los signos que nos ayudan a recordar su benevolencia (templo, Jerusalén, casa). Los “siervos” y el “portero” (Mc 13,34) a la llegada del dueño no mirarán ya a los signos, sino que se complacerán en el mismo dueño: “He aquí que llega el Esposo, salidle al encuentro” (Mt 25,6 y Mc 2,19-20). A menudo Jesús pedía a los suyos que vigilasen. En el huerto de los Olivos, en la tarde del jueves, antes de la pasión (no se pueden ver por separado la Navidad y la Semana Santa) ya que las 2 conjugan el Misterio Redentor de Jesucristo), el Señor dice a Pedro, Santiago y Juan: “Quedaos aquí y vigilad conmigo” (Mc 14, 34; Mt 26,38). La vigilancia nos ayuda a no caer en la tentación (Mt 26, 41) y a permanecer despiertos. En el huerto de los Olivos los discípulos duermen porque la carne es débil aunque el espíritu está pronto (Mc 14, 38). Quien se duerme va a la ruina, como Sansón que se deja adormecer, perdiendo así la fuerza, don del Señor (Jue 16, 19). Se necesita estar siempre despiertos y no adormilarse, sino vigilar y orar para no ser engañados, acercándose así a la propia perdición (Mc 13,22 - Jn 1,6). Por eso “despierta tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo te iluminará” (Ef 5,14). El Adviento nos ayuda a que seamos conscientes de esa espera; debemos de vivir cada uno de nuestros días alertas a la venida del Reino del Padre, esa es nuestra constante espera… eso es lo que realmente debemos de esperar, los que esperamos. Marco Murillo Sánchez. Fraternidad Evangelii Gaudium
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