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Camino Contemplativo. Visión Teológica I

Estimados hermanos, la semana pasada iniciamos un tema nuevo, empezamos a explorar el tema de la oración contemplativa. Pudimos ver algunos aspectos básicos de ella y a modo de introducción el contexto y fin de tan rica práctica. Hoy retomaremos algunos conceptos básicos, e iremos profundizando en la visión teológica de este camino tan lleno de gracias que es la contemplación. Podemos iniciar diciendo que son innumerables las definiciones de la vía contemplativa, y ninguna de ellas completamente adecuada, dada la singularidad de la experiencia personal que se trata de definir. Heinrich Fries, en su libro: Conceptos fundamentales de Teología, comenta que resulta sorprendente a primera vista que la Teología no posea todavía una definición precisa de la oración; y por otro lado Thomas Merton, monje trapense y místico contemporáneo, nos dice que la contemplación es la más alta expresión de la vida intelectual y espiritual del hombre. Es esa vida misma, plenamente despierta, totalmente activa y completamente consciente de que está viva. Para teólogos como Jürgen Moltmann es el lenguaje del Espíritu Santo, que ha sido derramado sobre toda carne (Joel 3, 1ss; Hc 2, 16ss) en nuestros corazones (Rm 5, 5). Y pues, ¿qué realiza el Espíritu Santo en la comunión con Cristo? La respuesta tradicional es ésta: la restauración de la imagen de Dios en el hombre, la reconciliación del creyente con Dios, es decir, el estado de gracia; pero esta restauración, cuando es completa, lleva a ser como Dios en la gloria de Dios; el hombre se convierte en imagen de Cristo. Juan de la Cruz en su magnífica obra “La noche oscura” decía: Porque contemplación no es otra cosa que infusión secreta, pacífica y amorosa de Dios. Nuestros grandes místicos han definido a través de su experiencia las fases por las que pasa la contemplación, en un complejo proceso, que va implicando paulatinamente al orante en todo su ser: en su actividad, pensamiento y afectividad. Este proceso ha sido objeto de estudio para el teólogo, y sobre todo un desafío para la dirección espiritual, que necesita conocer las señales de que una persona está entrando en ese camino. Ciertos tratados y cursos de oración, emplean títulos ciertamente equívocos, como el conocido tratado de Alfonso Mª Ligorio El gran medio de la oración; pero es que la oración, hablando con propiedad, no es ningún “medio”, sino “el fin”. En realidad esta obra y título se aplican de modo particular al concepto de la llamada “oración de petición”, que era la que se consideraba –y aun se considera- como habitual y más adecuada para el común de los fieles. También es frecuente decir que “se hace” oración, y en efecto, en lo que se llama oración vocal o mental, el orante se aplica activamente en la recitación de jaculatorias o en la meditación de los misterios divinos o en cualquiera de los atributos de Dios o en los méritos de Cristo. En el caso de la oración contemplativa o afectiva, se produce una implicación emotiva (pena, gozo, ternura) con las situaciones evocadas o con motivo de una lectura o recitación. En estos tres niveles de oración, principalmente en el de tipo vocal, se mueven muchas personas, especialmente si no tienen una orientación religiosa adecuada. Diríamos con Teresa del Niño Jesús que son las entradas del camino a zonas más profundas: “Mas, como es tan bueno, no nos fuerza, antes da de muchas maneras a beber a los que le quieren seguir… …algunas veces charquitos para niños, que aquello les basta, y más sería espantarlos ver mucho agua”. Especialmente gratificante es la oración afectiva, ya que provoca un gran impacto en el orante, llevándole en ocasiones a cambios radicales en su estilo de vida. Esta espiritualidad afectiva es muy popular en las iglesias alternativas y las reformadas del tipo evangélico y entre los predicadores ambulantes de América, tanto en EE.UU. como en América Latina. Salvando las distancias respecto a las anteriores, en las celebraciones del movimiento carismático católico y dentro de la liturgia eucarística, se produce una manifestación especial de oración afectiva en la que predomina la espontaneidad y manifestación de una sensibilidad colectiva. De nuevo Santa Teresa da una versión mucho más adecuada de la cuestión en su obra “Las moradas del castillo Interior: “No está la cosa en pensar mucho sino en amar mucho”. San Juan de la Cruz, con la lucidez que le caracteriza, elabora una descripción “negativa” y escribe: amar es obrar en despojarse por Dios de todo lo que no es Dios. Posiblemente ésta es la mejor definición de oración que se ha formulado. En el punto de partida del orante, el objeto está claro: elevarse hacia la misma fuente del amor de Dios, realizando un esfuerzo (ascesis) amoroso de simplificación en cuanto renuncia a sí mismo, quedando enteramente pasivo. A diferencia de la búsqueda del “nirvana” o la liberación del Yo de las místicas orientales, o de las tesis iluministas, el orante cristiano no tiende a la disolución en una supraconciencia, sino a la unión con la fuerza transformante conservando la propia identidad, y esa seguridad le acompaña en todas las fases de la oración. A partir de la introducción de la sospecha de heterodoxia sobre la oración de recogimiento, en los círculos oficialistas de la Iglesia se ha patrocinado la oración mental y la meditación discursiva como caminos más idóneos y sobre todo seguros. Se consideraba, a nivel general, que la mística era para muy pocos y que el místico era un ser excepcional que debía ser elevado a la oración contemplativa por designio divino y mediante algún acontecimiento maravilloso. Se presentaba a los santos como portadores de virtudes heroicas en un grado “inhumano” en cierto modo, a quienes se pretendía mostrar como modelo – inalcanzable – de perfección. Los estereotipos más llamativos son los mártires de los primeros siglos y las crónicas y leyendas sobre acontecimientos portentosos de las vidas de los santos. Este concepto se ha popularizado hasta nuestros días, con cierta aprobación por parte del clero, como reacción al pseudomisticismo del siglo XVII. Tras las condenaciones definitivas proclamadas por la Santa Sede frente a heterodoxia iluministas referida por Heinrich Denzinger en el libro “El magisterio de la Iglesia” católicos llegaron a la conclusión de que el camino más seguro en la vida espiritual era el “ordinario” de la práctica de las virtudes y frecuentación de los sacramentos. Se señalaba el camino de los místicos como extraordinario y no pocas veces sospechoso. Esta actitud se reforzó en algunos lugares como Francia, en la que se daba un renacimiento del jansenismo, modalidad religiosa de gran influencia hasta el siglo XVIII, que concedía gran importancia al ascetismo, a la negación de sí mismo y rechazo de todos los placeres humanos, y que inducía a creer en cierto tipo de predestinación. Aunque esta corriente de pensamiento no ha sido nunca aprobada por el Magisterio de la Iglesia, su arraigo popular permanece visible y posiblemente tardará bastante en desaparecer. Pero más recientemente tanto el papa emérito Benedicto XVI y el papa Francisco han mencionado que para ser santos no es necesario realizar acciones y obras extraordinarias, ni poseer carismas excepcionales. Y el mismo Benedicto XVI previamente había destacado en un artículo publicado en L’Osservatore Romano que: Virtud heroica no quiere decir que el santo sea una especie de “gimnasta” de la santidad, que realiza unos ejercicios inasequibles para las personas normales. Todos somos llamados a ser santos, como lo hemos mencionado en artículos pasados. Estas palabras del apóstol Pablo fueron recogidas en el concilio Vaticano II en el documento “Lumen Gentium” y confirman que la santidad y la contemplación no son para unos pocos, como comúnmente se ha entendido, sino para todos. Jesús no enseñaba en las escuelas rabínicas ni en círculos selectos: se dirigía al pueblo llano, hablaba con “los pecadores” y enseñaba a adorar a Dios, ni en Jerusalén ni en Samaria, sino “en fe y espíritu”. La primera catequesis de la oración de recogimiento es suya: entra en tu cuarto… (Mt 6,6.). Esta Buena Nueva no es sino la conclusión de la promesa bíblica, formulada inicialmente en términos comprensibles a un pueblo de pastores. Pero en la misma promesa, debe entenderse que la “descendencia de Jacob” (Gen 12) es el pueblo judío entero llamado a la santidad (justificación), y desde el cual se ha proclamado esta llamada a toda la humanidad. San Juan Pablo II clamó en numerosas ocasiones por la renovación espiritual y destacó la importancia de la oración como camino de esta renovación: “el fundamento mismo, el alma de la vida cristiana y una condición para toda vida pastoral auténtica… …Hace falta, pues, que la educación en la oración se convierta de alguna manera en un punto determinante de toda programación pastoral” (Novo Millennio Ineunte #31)

Marco Murillo Sánchez. Fraternidad Evangelii Gaudium


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