Aquel día Amaneció...
- Fraternidad Para la Alegría del Evangelio
- 30 oct 2017
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La noche que antecedió a aquel día había durado mucho, demasiado diría yo, los siglos habían oscurecido las esperanzas de las gentes. La noche había cubierto con un velo de penumbra cada vez más denso a la humanidad. Aquella noche la humanidad “Andaba abatida y hambrienta, mirando a la tierra, descubría persecución, tinieblas y una oscuridad angustiante, noche cerrada sin luz”. Pero las brumas serán disipadas y ya no habrá oscuridad donde ahora solo hay angustia, pues “el pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz, caminaba en tierra de sombras y una luz les brillo” avanzaba la aurora del nuevo día. Era la madrugada de aquel día y en el cielo despejado parecía que brillaba tan solo una sola estrella, una estrella que anuncia la mañana, la mañana que despuntaba en Nazaret, un pequeño y olvidado pueblo a las afueras de todo cuanto existe, un pueblo que no contaba para nada, allí justamente allí en la periferia de la historia comenzó a amanecer la luz del nuevo día. La hija de Sion dormía en su espera, pero la luz de Dios inundó el tálamo fecundo de la doncella Nazarena. Así iniciaba el día de la humanidad en la silenciosa intimidad entre Dios y su Madre, una joven virgen nazarena. Dios irrumpía en la noche de la historia humana y la virgen despertaba del sopor de siglos de espera. Aquella joven no era como las demás había en ella algo distinto, cierto, como las demás jóvenes de su pueblo dedicaba gran parte del día a las labores domésticas, solía ir al pozo a por el agua de su familia y para conocer las noticias que se contaban en aquel lugar, algunos días bajaba al río para lavar las desgastadas ropas de sus, también desgastados, padres. Ellos le habían tenido en la vejez; dicen los que saben que aquello fue una intervención divina, la pobre Ana era estéril y solo pudo darle una hija a Joaquín. La niña de aquel matrimonio era la alegría de aquel hogar en el que no faltaba la alegría, aunque faltase lo demás. María, así se llama aquella joven, era una muchacha alegre, con muchas y buenas amigas con quienes solía salir a disfrutar los días en que había fiestas en Nazaret. Muchas de sus amigas ya se habían casado, María no, parecía que aquello del matrimonio no era una idea que le simpatizara mucho, había decidido entregarse por entero a Dios, dedicarle su vida a Él. No, el matrimonio no era para ella, hasta que un día conoció a un joven carpintero hombre recio un poco mayor que ella, dedicado a Dios, un hombre justo, que ya es decir mucho. José se llamaba y era conocido por querer ser un fiel cumplidor de la voluntad divina. María quedó enamorada de aquel hombre. José otro tanto, es que María tenía una belleza particular que la destacaba de las demás, una sonrisa sincera y una mirada, parecía que sus ojos estaban hechos para el cielo y un corazón grande, tan grande como para Amar a Dios como solo una madre podría hacerlo. Ambos estaban comprometidos para casarse y ambos habían tomado la decisión de respetar el deseo que entre ambos existía de dedicarle plenamente su vida a Dios. María seguirá siendo Virgen, José seguirá siendo un hombre justo. Así era aquella joven que en la madrugada del nuevo día vio inundarse su habitación con la presencia de Dios. Su vida entera la había preparado para el sí que pronunciaría aquella madrugada. Las hermosas coincidencias en donde Dios deja ver su mano: el primer hágase hizo resplandecer la luz en medio de las tinieblas en el inicio de la historia, este hágase iluminaba al mundo que yacía en las tinieblas y sombras de muerte con la luz resplandeciente del Hijo de Dios. Así fue aquella madrugada en la que el cielo se unió indisolublemente con la tierra, lo humano con lo divino y todo en el silencio de la amorosa conversación de Dios con su Madre.
Enmanuel Barrientos
Coordinador Fraternitas EG
