Aquel día amaneció para Íñigo López de Loyola
Aquel día que amaneció para Iñigo López de Loyola iniciaba la alborada del 20 de mayo del año del Señor 1521, con la decidida fuerza de una bala de cañón que se estrellaba contra su pierna dejándole malherido durante la batalla de Pamplona. Cuentan los que saben historias, que el temple de aquel desgraciado había impresionado grandemente a sus contendientes, quienes le llevaron hasta la casa de unos familiares suyos. Allí después de largas y dolorosas intervenciones de la desastrosa medicina de la época, se iba recuperando como buenamente podía. La vida de Iñigo hasta aquella aurora, tenía la misma fuerza de la bala de cañón que le había destrozado la pierna. Iñigo quería comerse el mundo de un bocado, ser caballero, ser tenido en alta estima en la cohorte, en la que fuera, lo importante era la fama, el prestigioso y el buen nombre, ¡Ah! Y su bella dama, la mujer que le había robado el corazón y que quería conquistar. Ignacio tenía alma de caballero, y me atrevería a decir que nunca dejo de tenerla, solo que en aquel día que amaneció para Ignacio, él se escogió un Señor por el que si valía la pena jugarse la vida. Sabes, aquí entre nos, ahora que lo pienso Ignacio y Francisco no me parecen tan diferentes, a la postre Loyola y Asís no quedan tan lejos, son solo dos puntos en un mapa chiquito. El de Loyola es un hombre interesante como pocos, cuando ha elegido la bandera de su Señor ya puede caerse todo a su alrededor que él se mantendrá en pie, sostenido por aquel que en Roma le fue propicio. Pero estamos delante de aquel día que hizo que un caballero velara sus armas toda la noche y se pusiera las ropas de peregrino. Aquel día el hombre convaleciente leyó los libros de las vidas de los santos y en ellos encontró proyectos a la altura de un alma que no se contenta con poco y así se dijo: “Si San Francisco lo hizo yo también lo puedo hacer, y si santo Domingo también pudo, yo un tanto más podré”. En aquella cama, en su cuarto de convaleciente amaneció el día para el de Loyola, para Ignacio de Loyola. Allí se daba cuenta que la vida del hombre no es un simple sucederse del tiempo que ha sido creado para algo que es eterno. El hombre ha sido creado para Dios, y con su vida alabarle y rendirle gloria. Las cosas de este mundo nos han de servir para alcanzar este fin. Ignacio había hecho su primera conquista, la más hermosa ahora era un hombre libre, ahora le daba igual pobreza que riqueza salud que enfermedad. Y ¡Oh paradoja! Pues aquel exquisito tesoro que solo pocos hombres conquistan era ahora entregado en las manos de su Señor, como a Eterno Señor de todas las cosas, en oblación perfecta de si mismo, con aquellas palabras que el silencio pronuncio con el hágase de María “tomad, Señor y recibid de mi toda mi libertad”. Es que Ignacio de Loyola, aquel gentilhombre que ahora es peregrino había escuchado la voz potente que desde la orilla del lago de Galilea le llamaba, era una voz fuerte y clara que le llamaba, que con ternura y misericordia le amaba, por eso el santo de Loyola entregaba su libertad y a cambio solo pedía la amistad de aquel Galileo de ojos bueno, su amor y su gracia que está sola le bastaba. Aquel día amaneció para Ignacio de Loyola y el mundo revuelto en tanto desvarío encontraba en Cristo la vía segura para llegar al Padre.
Emmanuel Barrientos Arguedas
Coordinador Fraternitas EG
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