Aquel día amaneció para Pedro
Aquel día amaneció para el indómito pescador de Galilea; era hijo de Jonás, de nombre Simón y miembro de un ya antiguo linaje de pescadores. Simón debía ser duro como una roca para soportar la dureza de trabajar en el también indómito mar de Galilea. La pesca escaseaba y los impuestos aumentaban, más desde que Roma quiso ponerle procurador a su suelo. Los cobradores de impuesto – aquella gente más vil que ellos- pensaría Simón mientras maldecía la hora de su existencia; habían colocado sus mesas también en Galilea, de aquellos días conocía a Mateo. Aquel día amaneció también para su hermano Andrés, hombre bueno, dado a tener esperanza, a seguir a profetas y mesías, que más de alguna vez lo desilusionaban, pero aquel día Andrés no se proponía seguir a profetas ni a mesías, ese día (como muchos otros días) Andrés salía a la mar con su hermano Simón, de quien admiraba su fuerza y dureza – es como una roca- se decía. Aquel día también para Andrés amanecía. Llegaban a la playa, al tedio de las redes enredadas, que hace tiempo o pescan poco o pescan nada. Allí se entretendrían en la madrugada, hablando de viejos males y de historias nuevas. Nuevas que traen viajeros que hablan de un Galileo, un paisano suyo, que anda haciendo revuelo, que habla de un Reino nuevo, que trae esperanza sobre todo a los invisibles de su tiempo. Junto a ellos, el día amanecía para un par de hermanos recios, fuertes y violentos, los hijos del trueno: Santiago y Juan, su padre, dueño de aquella barca, un viejo que ya no podía hacerse al mar era Zebedeo. Santiago era fuerte, arrojado, temerario y un poco pendenciero. ¡buen marinero! Su hermano brioso y sin miedo, su juventud lo lanzaba por grandes proezas y nuevos proyectos, pero aquel chico, el menor de aquellos cuatro, sabía un secreto; que la vida no es solo esto- hay algo más y es eterno- pensaba – y aquello solo podía ser un amor mayor que cualquier amor terreno. Su hermano Santiago pensaba que Juan era un soñador, que le gustaba alzar el vuelo y llegar alto y muy lejos como las águilas en vuelo. Ese día amanecía para los cuatro en las orillas del mar de Galilea, entre sus barcas y redes, entre chistes y noticias. Pedro lo vio primero y lo supo de una vez ¡era aquel Galileo! Un carpintero, un Nazareno. Aquel hombre de ojos buenos lo vio y el mar le pareció tan pequeño, y cualquier pesca inútil si no era a la par de aquel moreno. El carpintero les vio y con una sonrisa en los labios les dijo: ¡Ea, vosotros!, dejad vuestras redes, la pesca inútil, venid conmigo a pescar en mi Reino, desde ahora seréis pescadores de hombres nuevos. Pedro la roca, por primera vez se reblandecía, no hacían falta más palabras solo aquellas que Él les decía. También a Andrés, aquel hombre de corazón honesto seguidor de ilusiones, conocedor de profetas y mesías, lo dejaba todo para seguir aquel carpintero de ojos buenos, con mirada de caricia. Más adelante, no tan lejos, la luz alcanzaba a los hijos del trueno, la barca era poca las redes un peso. Santiago, al oír la voz del maestro bajo de la barca con la presteza de un trueno y luego Juan, el joven, de corazón amplio como el cielo, supo aquel día que era cierto, la razón de la vida es un amor eterno y desde aquel entonces fue su discípulo hasta la cruz sin vacilaciones no miedos, él era el discípulo del amor, él era el discípulo amado. Aquel día amanecía para aquellos cuatro y para el mundo entero, pues con su valentía el Reino se fue abriendo sendero.
Emmanuel Barrientos Arguedas
Coordinador Fraternitas EG
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