Aquel día amaneció para Francisco
Aquel día amaneció para Francisco, como cualquier otro día. Aquel joven era hijo de Madonna Pica, de ascendencia francesa, que le había bautizado en la Iglesia de Asís con el nombre de Juan. De ella aquel joven vivaracho, de corazón bueno, intrépido y con sueños de caballero habría aprendido el francés y algunas buenas y devotas costumbres. Francisco también era hijo de Pedro Bernardone, ausente en el parto de su mujer y en el bautizo de hijo por andar en un viaje de negocios en las tierras francesas, al llegar a su casa renombró a su hijo con el nombre por el que hoy lo conocemos “Francesco”, es decir el francesito, en honor de aquel viaje de negocios. De aquel hombre, Francisco aprendía que hay negocios por los que vale jugarse la vida, y así lo hizo ese joven, con sus sueños de caballero marchando a la Pulla a conquistar reinos. Aquel que día amaneció para Francisco, era un día normal, cierto su vida andaba un poco confundida desde su regreso de la mal lograda campaña en la Pulla, ahora sentía que su corazón quería conquistar el mundo, hacer proezas, como siempre, pero ya no sabía cómo hacerlo. Muchas ideas rondaban su cabeza y parecía que Dios se metía en todas ellas. Ya no le bastaban las fiestas, los cantos, los buenos vinos y los malos amores para callar aquella voz que resonaba en su interior cada vez con más fuerza. Ahora los pobres le dolían y buscaba socorrerlos, y el silencio se le hacía un buen consejero, aquellos días Francisco andaba aturdido, la voz del Señor era como un grito que rompía siglos de silencio, que le llegaba como una llamada amorosa desde la orilla del mar de Galilea. Y Francisco por primera vez la oía. Pero aquello que la voz le pedía, aquello era imposible eso lo sobrepasaba, era demasiado, Francisco sentía que no podía. Y es que aquí entre nos, los leprosos no eran sus favoritos, para ser sinceros Francisco los aborrecía. Eran asquerosos, no eran humanos y ¡Como olían!, por Dios, ¡como olían! Francisco podía detectar un leproso que asomaba desde la otra campiña y era capaz de cambiar su rumbo para no encontrarse con aquel amasijo de carne y respiro que apenas vivía. Y Dios le pedía, con fuerza cada vez más violenta, que a ellos se dirigiera, con ellos practicará misericordia, que allí lo encontraría. A Francisco aquella idea le aterraba, pero un día se armó de valor y de un beso rompió la muralla que los dividía. Aquel día el pobre de Asís los vio con nuevos ojos, y supo lo que de verdad eran. No eran leprosos eran iglesias, que en otro tiempo eran hermosas y ahora de su otrora belleza solo las ruinas quedan. Cuando Francisco asomo su alma a las ventanas de aquellos templos ruinosos, descubrió una verdad más profunda, que aun ahora son todos bellos. Y en aquellos ojos descubrió unos ojos nuevos, una mirada más profunda que solo había visto en sueños. Era la mirada de Cristo, el moreno de Galilea, el carpintero de los ojos buenos. Entonces escuchó la voz de nuevo, era la voz de su Señor y dueño que le hablaba desde la cruz de aquel cuerpo de leproso crucificado, en aquella Iglesia en ruinas que es su cuerpo, verdadero templo de Cristo (como el nuestro) y aquella voz le decía “Francisco ven y repara esta Iglesia. ¿no ves que amenaza ruina? Y desde entonces hasta ahora cruz, amor e Iglesia son una sola cosa que solo entiende aquel que puede besar la carne de Cristo en el pobre, los preferidos del Reino. Aquel día amaneció para Francisco y la Iglesia adormecida vio la luz de Cristo su esposo verdadero sol de justicia.
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