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Aquel día amaneció para Mateo

Aquel día amaneció para Mateo como cual quiero otro día. Mateo hizo acopio de todas las fuerzas que tenía para levantarse, se arregló lo mejor que pudo y se dirigió para su mesa, la mesa que le había convertido en publicado. Mateo estaba seguro que aquel día seria como cualquier otro, pero ese día amaneció para Mateo; entre la gente vio llegar a un carpintero de Galilea. Ese hombre tenía algo diferente, no le condenaba solo lo miraba y su mirada parecía llegar a lo más hondo del alma, si el alma tiene tuétano, hasta allí le llegaba. Aquel el hombre ¡Mateo podía asegurarlo! Le conocía completamente y aun así en su mirada no había reproches; Mateo podía ver en sus ojos tanta ternura, un mar de ternura que sobrepasaba el de su Galilea natal y por primera en mucho tiempo Mateo se sintió amado. El carpintero de Galilea, aquel nazareno, solo le dijo una cosa, pero a Mateo le bastó: “sígueme” y como si fuera un resorte se levantó de su mesa y le siguió, poco importaba la ruta Mateo solo sabía que debía seguirlo. Aquel día amaneció para Mateo. Ese día dejó de ser el publicano y volvió a ser Mateo y ¡que hermosas son las locuras de Dios!, aquel publicano que por su pecado no podía entrar en la casa de Dios, ahora recibía a Dios en su casa, se levantó de la mesa de su pecado y se sentó a la mesa de los hijos. Aquel día Mateo ya no volvió a ser el mismo pues Jesús mirándolo lo amo, amándolo lo perdonó y perdonándolo le llamó  


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