EN TODO AMAR Y SERVIR
AA Ad Maiorem Dei Gloriam Hoy, 31 de julio, evoca en mí un sentimiento de gratitud que me es muy difícil de expresar con palabras ya que trasciende mi propia naturaleza y se aferra a las entrañas de mi ser y de mi amor por la espiritualidad ignaciana. Quien conozca al menos un poquito de la grandeza heredada por San Ignacio de Loyola dará crédito a mis palabras. En todo amar y servir: un lema que se mete en la piel y que ha de seguirse con la lealtad ejemplar de tantos santos que la Compañía de Jesús le ha dado a la Iglesia, como lo hizo san Alberto Hurtado quien, en una de sus frases más fuertes expresa la entereza de la enseñanza de San Ignacio: La vida nos ha sido dada para buscar a Dios, la muerte para encontrarlo y la eternidad para poseerlo. Así también con la constancia y congruencia con que el papa Francisco, jesuita, lo evidencia con sus actos y palabras en su día a día. Enamorarse de San Ignacio es enamorarse de Cristo y de su Iglesia: es la gratuidad de tanto bien recibido desde la experiencia de los ejercicios espirituales. En mi caso, he tenido la oportunidad de hacerlos en siete ocasiones (los de una semana) y en cada una de las veces me presenté al Señor con las manos llenas, pero llenas de dolor, de desesperanza, de problemas y con el corazón vacío pero sediento de amor verdadero. Un hombre, un sacerdote jesuita, que de Dios goce, el padre Ángel María Pedrosa, fue mi guía espiritual, fue un hombre realmente preocupado por ayudarme y enseñarme las armas ignacianas para enfrentarme a las tentaciones y no solo resistir al enemigo, sino incluso derrocarle [EE. 13]; él se preocupó por sembrar en mí ese deseo de ser santo, “Y si hiciera aquello que hizo san Francisco” (como dijera San Ignacio cuando daba sus primeros pasos de conversión); por enseñarme cómo examinar mi alma y cómo orar y, hasta hoy, trato de seguir sus enseñanzas, a pesar de mis grandísimas limitaciones y defectos. Tomad Señor, y recibid toda mi libertad, mi memoria, mi entendimiento y toda mi voluntad [EE. 234]: La oración de los valientes, como me atrevo a llamarla, de aquellos que con confianza (no digo sin temor, porque una entrega así asusta hasta al más valiente) ponen su existencia en las manos del Señor y se atreven a vivir radicalmente en pro del cumplimiento de la Voluntad de Dios. Esta, es una entrega sin peros, sin condicionamientos, sin tapujos ni términos medios, más bien corresponde a una respuesta libre que tiene como principio y fundamento el hecho de que El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor, y mediante esto, salvar su alma. [EE. 23] Dadme vuestro amor y gracia, que esta me basta [EE. 234]: En estos tiempos, el hombre, se ha preocupado más, por tantas situaciones excepto por aquella realmente importante: salvar su alma. El amor y la gracia del Señor bastan para tenerlo todo, para saciar la sed de un corazón que clama y que busca la fuente que mana gratuidad y procura conducir por el camino que conduce a Dios. En el cielo veremos a Dios y ello ha de motivarnos cada día a luchar incansablemente, a hacer ejercicios espirituales, ya sea en retiro o en la vida corriente, porque todo modo de preparar y disponer el alma para quitar de sí todas las afecciones desordenadas, y después de quitadas buscar y hallar la voluntad divina en la disposición de su vida para la salud del alma [EE. primera anotación], tal como lo expresara San Ignacio en sus Ejercicios Espirituales.
Alma de Cristo, santifícame.
Cuerpo de Cristo, sálvame. Sangre de Cristo, embriágame. Agua del costado de Cristo, lávame. Pasión de Cristo, confórtame. ¡Oh, buen Jesús!, óyeme. Dentro de tus llagas, escóndeme. No permitas que me aparte de Ti. Del maligno enemigo, defiéndeme. En la hora de mi muerte, llámame. Y mándame ir a Ti. Para que con tus santos te alabe. Por los siglos de los siglos. Amén. San Ignacio de Loyola
