EN NUESTRAS OSCURIDADES
Por: Emmanuel Barrientos
Pues el mismo Dios que dijo: Del seno de las tinieblas brille la luz, la ha hecho brillar en nuestros corazones, para iluminarnos con el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo. (2Co. 4,6) 1. ¿Por qué hablamos de esto? La experiencia dicta que la mayoría de las personas han experimentado una crisis de fe. El mismo Papa Francisco ha confesado que tiene momentos de crisis: “Muchas veces: me encuentro en crisis de fe y algunas veces también tuve la desvergüenza de reprochar a Jesús: '¿Por qué lo permites?'. Y también dudas: '¿Pero esta será la verdad o un sueño?'. Y esto de joven, de seminarista, de sacerdote, de religioso, como obispo y como Papa. A un cristiano que no haya sentido esto, alguna vez, que no haya pasado por una crisis de fe, le falta algo: es un cristiano que se conforma con un poco de mundanidad”. Por eso es que he querido detenerme unos instantes para hablar sobre nuestras oscuridades mismas que entretejidas con la certeza dada por la revelación que Dios concede al ser humano, construyen el hermoso tejido de la fe. Por tanto, la fe necesita al mismo tiempo, la luz que despeja el camino y la oscuridad que como vaso recibe el don de la fe a fin de que podamos decir con el apóstol San Pablo que “llevamos este tesoro en vasijas de barro para que se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros.” (2 Co. 4,7) La luz maravillosa de la mañana de la resurrección lleva a la plenitud la revelación, pero si se me permite, no alcanza para explicarnos completamente el misterio del ser humano, por eso antes de la mañana de la resurrección Cristo ha pasado por la noche de la cruz, en la que ha lanzado al Padre el grito agónico de quien se siente abandonado “Dios mío ¿Por qué me has abandonado?”, en la que recibe como respuesta el silencio del Padre, porque, paradójicamente, ahí en la cruz, la voz que resuena es la de la Palabra del Padre. Él, Jesús, es al mismo tiempo grito desesperado y respuesta silenciosa.
2. De noche iremos de noche iremos, de noche, sin luna iremos, sin luna, que para encontrar la fuente sólo la sed nos alumbra. San Juan de la Cruz En una noche tormentosa, en medio de un mar tumultuoso, durante su viaje Roma, el beato Henry Newman escribió su oración:
Guíame, luz amable, las tinieblas me rodean, guíame hacia delante. La noche es densa, me encuentro lejos del hogar, guíame hacia delante. Protégeme al caminar. No te pido ver claro el futuro, sólo un paso, aquí y ahora. El camino cristiano marcado por la experiencia de la fe, es un recorrido que avanza entre la claridad diáfana de la revelación de Dios que se ha hecho continuamente más cercano al hombre y la profunda oscuridad de la propia existencia humana, que aparece ante nosotros como un abismo profundo que no alcanzamos a comprender plenamente. La fe es por tanto luz y oscuridad, certeza de un Dios que existe y se hace cercano al hombre, cuyo camino guía por medio de signos, que el hombre no alcanza a comprender plenamente. El hombre avanza a golpe de fe, de una fe que solo puede madurar si pasa por medio de la oscuridad del temor y el abismo del no saber. El siervo de Dios Papa Juan Pablo I (Albino Luciani) habiendo dedicado su audiencia del 13 de septiembre de 1978 a reflexionar sobre la fe decía: “Aquí en Roma ha habido un poeta, Trilussa, que también quiso hablar de la fe. En una de sus poesías ha dicho: “Aquella ancianita ciega que encontré la noche que me perdí en medio del bosque, me dijo: Si no conoces el camino, te acompaño yo que lo conozco. Si tienes el valor de seguirme, te iré dando voces de vez en cuando hasta el fondo, allí donde hay un ciprés, hasta la cima donde hay una cruz. Yo contesté: Puede ser... pero encuentro extraño que me pueda guiar quien no ve... Entonces la ciega me cogió de la mano y suspirando me dijo: ¡Anda!... Era la fe”. Como poesía, tiene su gracia. En cuanto teología, es defectuosa. Porque cuando se trata de la fe el gran director de escena es Dios; pues Jesús ha dicho: ninguno viene a mí si el Padre mío no lo atrae. San Pablo no tenía la fe; es más, perseguía a los fieles. Dios le espera en el camino de Damasco: “Pablo —le dice— no pienses en encabritarte y dar coces como caballo desbocado. Yo soy Jesús a quien tú persigues. Tengo mis planes sobre ti. Es necesario que cambies”. Se rindió Pablo; cambió de arriba a abajo la propia vida. Después de algunos años escribirá a los filipenses: “Aquella vez, en el camino de Damasco, Dios me aferró; desde entonces no hago sino correr tras Él para ver si soy capaz de aferrarle yo también, imitándole y amándole cada vez más”. "Esto es la fe: rendirse a Dios, pero transformando la propia vida. Cosa no siempre fácil.” El Papa Luciani afirma al final del texto citado que el acto de fe es una “cosa no siempre fácil”, y el cardenal Gianfranco Ravasi en las meditaciones del último retiro de cuaresma para la curia romana siendo Benedicto XVI Papa, nos recordaba: “En su obra A la espera de Dios, aquella extraordinaria pensadora judía francesa que fue Simone Weil (1909-1943) nos recordaba lo ilusorio que resulta querer subir al cielo con saltos cada vez más altos, y continuaba: «Si miramos largo y tendido el cielo, Dios desciende y nos extasía. Como dice Esquilo, lo divino no requiere esfuerzo»” Aun así, Simone Weil concluye la afirmación citada por Ravasi diciendo: “Hay en la salvación una facilidad más difícil para nosotros que todos los esfuerzos” “Para clarificar esto Simone Weil utiliza un relato del evangelio: si el esclavo espera atentamente a su señor, el señor a su llegada lo sentará a la mesa y él mismo le servirá (Lc. 12, 35-48). Si solamente ha cumplido con su deber, aunque se haya fatigado, su señor no lo atenderá, pues no ha hecho nada más que lo que le correspondía. Tampoco lo amará y atenderá si sale a buscarlo temerariamente. Solo lo amará si espera atentamente tras la puerta, si hace vigilia. Esto nos manifiesta que el conocimiento no es una producción humana, una ‘obra humana’, un fruto del ‘esfuerzo humano’, sino un acontecimiento de la realidad que solo sucede si la inteligencia acepta con humildad que su única labor es estar atento y consentir ante la presencia del objeto que llena sus exigencias.” El hombre se va conociendo progresivamente conforme se va abriendo al don de la revelación, por tanto, entre más cercano se experimente de Dios, más se conocerá a si mismo. Por eso la plenitud de la revelación se nos ha dado por medio de Cristo, en quien el hombre puede conocer al Padre. Efectivamente la fe es a un tiempo luz y oscuridad, seguridad del que se reconoce receptor de una luz que lo inunda todo y progresivamente disipa las tinieblas que cubren el corazón humano, pero al mismo tiempo es oscuridad de quien avanza a tientas esperando conocer un poco más, “solo un paso, aquí y ahora”. “Por usar una sugerente definición de la liturgia en su naturaleza más íntima, propuesta por el filósofo Jean Guitton, es numen y lumen, es misterio, trascendencia, realidad objetiva, palabra divina que en nosotros se desvela, pero también contemplación humana, adhesión gozosa, canto de los labios y del corazón.” 3. La contemplación con los ojos abiertos La contemplación, es la respuesta a la revelación de Dios al hombre, por decirlo de otra manera el correlato humano a la revelación divina es la contemplación. La contemplación es el acto primero de la respuesta humana entendida como movimiento ascendente del hombre a Dios. La fe nace y se alimenta de la contemplación. Esta afirmación aparentemente espuria es necesaria, no puede responderse a una persona si en primer lugar no me doy cuenta de que tal persona me ha hablado. En este sentido la contemplación más que un acto visual en el sentido estricto de la palabra es un acto auditivo, lo que confirma que el correlato de la revelación es la contemplación, así pues, si la revelación es un acto sonoro: “Dios os hablo en medio del fuego” (Dt. 4,12), el ser humano para atender a esta revelación deberá poder oír la voz de Dios, es decir, realizar plenamente su ser ser-humano. Karl Rahner, gran teólogo jesuita del siglo pasado, definía al ser humano como el ser capaz de escuchar a Dios “Potentia Obedentialis”, definiendo así el sentido ultimo de su existencia. El hombre sabe que Dios existe porque ha podido oírle, por ello es el centro de la creación, su dignidad radica en ello, Dios le habla, le ha convertido en su tu, en el dialogo eterno que significa la creación. Creación que en este sentido es uno de los lugares en donde Dios se le revela al Ser humano, el “universo contiene -como sugería un gran exegeta del salterio, Herman Gunkel (1862-1932)- una “música teológica silenciosa”, San Juan Crisostomo consciente de esta música que ya el salmista canta “Los cielos pregonan la gloria de Dios, el firmamento anuncia la obra de sus manos” (Sal. 19,2) comentaba: “Este silencio de los cielos es una voz más sonora que la de una trompeta; esta voz grita a nuestros ojos y no a nuestros oídos la grandeza de quien la ha hecho” Karl Rahner, S.I. decía que “cristiano del siglo XXI o será un místico o no será nada”. “El hombre espiritual del futuro o será un «místico», es decir una persona que ha «experimentado» algo, o no lo será más. Porque la espiritualidad del futuro no será transmitida ya más a través de una convicción unánime, evidente y pública, o a través de un ambiente religioso generalizado, si esto no presupone una experiencia y un compromiso personal”. Metz agrega que la contemplación necesaria es un ejercicio de la mística de los ojos abiertos “Puede parecer una contradicción, porque lo que sugiere la mística es la oscuridad, el no ver, la noche oscura del alma. Y, sin embargo, la fe tiene no solo su momento de oscuridad, sino también su momento de luz. De ahí que la mística, que es una forma de vivir la fe, tenga también su luz, no una luz que ciega (como sería la visión directa de Dios), sino una luz que permite ver con más profundidad. La mística de ojos abiertos mira la realidad y, sobre todo al ser humano, con la mirada de Dios, desde la libertad de los hijos. De ahí que descubre en todo la presencia de Dios. Por eso, la mística, lejos de apartarnos del mundo, nos compromete aún más en la construcción de un mundo más justo y más humano.” 4. La solidaridad del dolor En la contemplación, el creyente con ojos diáfanos, puede ver la realidad con la mirada de Dios. Entonces la revelación esclarece la realidad humana que, marcada por el signo inequívoco de la cruz, ya no es carente de sentido, de modo que la realidad, aunque cubierta con el oscuro velo de la noche, ahora bañada progresivamente por la luz de Dios va mostrando su belleza primigenia. La luz de la revelación no solo descubre la belleza propia de la creación, paradójicamente muestra al mismo tiempo la crudeza de la cruz. La cruz de Jesús es el lugar donde se realiza misteriosamente la salvación del género humano. El Papa Benedicto XVI, en la homilía de la misa inaugural de su ministerio petrino afirmó: “El Dios, que se ha hecho cordero, nos dice que el mundo se salva por el Crucificado y no por los crucificadores. El mundo es redimido por la paciencia de Dios y destruido por la impaciencia de los hombres.” El fin de la contemplación se manifiesta en el misterio pascual, la máxima solidaridad de Dios con la víctima. El ser humano despojado por el pecado de la dignidad primera es devuelto a su estado de amistad con Dios, el mismo Dios que reivindica a la víctima. El mismo que en el silencio del Gólgota responde con su más elocuente palabra al dolor humano. Cristo no ha venido a darle sentido al sufrimiento humano, ha venido a repletarlo con su presencia. El dolor, el sufrimiento y la muerte, son ahora un lugar en donde el ser humano puede encontrarse con Dios. Pero si el hombre puede encontrar a Dios en su propio sufrimiento, sabe que el mal no tiene la última palabra, porque el mismo Dios que murió en la cruz, la mañana de Pascua aparece ante nuestros ojos como vencedor de la muerte, Señor de la vida. Los grandes grupos humanos marcados por el signo de la cruz también revelan toda su crudeza a la luz de la revelación/salvación que Dios ofrece a la humanidad, ellos son lugares en donde se actualiza misteriosamente la condena injusta y la muerte violenta de Cristo y por eso mismo su sufrimiento, misteriosamente asociado al de Cristo, aporta a la salvación del género humano. Pero la salvación que se actúa en esta cruz debe operativizarse en una acción liberadora que “devuelva la libertad a los cautivos y a los afligidos el consuelo”. (Cfr Is. 61,1) Así la salvación es en este sentido un acto de liberación integral, la lucha constante por la reivindicación de la dignidad humana, de esta manera la salvación pasa por la justicia que se actúa desde la misericordia. 5. A manera de conclusión El Viernes Santo la Iglesia canta: “Así dijo el Señor vuelva la vida / y que el amor redima la condena/ la gracia está en el fondo de la pena/ y la salud naciendo de la herida”. Si hemos constatado que el camino de fe del ser humano este entretejido por la claridad de la divina revelación y las oscuridades humanas, podemos decir que al final la cruz vence en la resurrección, es decir, la oscuridad humana, su propio dolor y el mal que lo marcado son la vasija de barro donde el creyente recibe, es decir, hace evidente, el don misericordioso de Dios, para que “se vea que tan sublime poder viene de Dios y no de nosotros.” (2 Co. 4,7) Esta constatación, la oscuridad humana es el lugar donde recibir la luz de Dios, nos lleva a constituirnos en instrumentos del Reino de Dios que luchan por la justicia, bajando de la cruz a los pueblos crucificados. La fe se construye entre Dios y el hombre, porque Dios ha querido amarnos desde el principio. El hombre busca a Dios porque Dios le ha buscado primero. Nuestra oscuridad no debe ser desechada sin más, pues es ahí donde Dios quiere revelarsenos con toda la fuerza de su ternura y su misericordia que hará brillar su luz “Pues el mismo Dios que dijo: Del seno de las tinieblas brille la luz, la ha hecho brillar en nuestros corazones, para iluminarnos con el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo.” (2Co. 4,6)
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