Reflexiones sobre la práctica de la misericordia en la periferia
Cuando san Francisco estaba por pasar de este mundo al Padre, hizo un recuento del camino que había recorrido, en el que descubría la constante presencia de Dios, ese que tuvo un punto de inicio el momento en el que Dios tocó el alma del pobre de Asís y lo hizo dejar la casa de su padre con sus riquezas para seguir pobremente al que para salvarnos, eligió ser pobre.
Ese día en el que Dios suscitó en el hermano de Asís el deseo de seguir las huellas de Nuestro Señor Jesucristo quedó grabado como a fuego en el corazón de San Francisco ¿Qué pasó ese día? San Francisco nos lo dice en una brevísima frase: “el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos” (Test 2). Y te preguntarás ¿entre quiénes fue conducido San Francisco? Te responderá el mismo Santo: entre los leprosos y ¿Para qué fue conducido entre leprosos? Te dirá el pobre de Asís: para practicar la misericordia con ellos.
San Francisco sabía que fue la gracia de Dios la que hizo posible que se rompiera la distancia que entre aquella población marginal, periférica, de hombres y mujeres muertos en vida y él, un joven de vida regalada y cómoda que sabía de fiestas y mujeres, al que poco le importaba el pobre y le asqueaban los leprosos.
Si Dios no hubiera tocado su corazón, San Francisco de Asís no habría besado al leproso, no habría comenzado a andar su camino de conversión. ¿De qué, pues, puedes gloriarte? ¿En hacer obras de misericordia acaso? O ¿es tu erudición lo que te dará gloria? No, todo esto te ha sido dado, es un don de Dios el que seas misericordioso, eres por tanto un siervo inútil que ha hecho lo que debía hacer (Cfr Lc. 17,10), entonces ¿En qué podemos gloriarnos? en esto podemos gloriarnos – dice el pobrecillo de Asís - en nuestras enfermedades (cf. 2 Cor 12,5) y en llevar a cuestas a diario la santa cruz de nuestro Señor Jesucristo (cf. Lc 14,27). (Adm. 5,8)
Muchos franciscanistas piensan que el beso al leproso es al mismo tiempo el momento en el que Francisco, entrando en la intimidad del templo derruido que es la vida de un leproso escuchó la voz que desde el crucifijo a quien, en palabras del profeta Isaías, consideramos como un leproso, herido de Dios y humillado (Is. 53,4); le decía: “Francisco ve y restaura mi Iglesia que como ves amenaza ruina”
En este sentido, la reconstrucción de la Iglesia no consiste en una reforma de ritos o restauración de antiguas costumbres, tampoco consistirá en devolver el antiguo esplendor a las viejas edificaciones como si haciendo caso a las glorias pretéritas el hombre le pudiera devolver la vida a una Iglesia que rota por partes amenaza con caer, la verdadera restauración de la Iglesia consistiría, en cambio, en la devolver la dignidad al hombre desposeído de la misma, en colocar en el centro de la historia a quien ha sido arrojado a las periferias, los leprosorios se ubicaban en las afueras de las ciudades.
Restaurar la vieja Iglesia, es ver a los ojos al que hasta este momento solo ha sido digno de mi asco y besarle, descubrir que entre el leproso y yo no hay tanta diferencia, a la postre, los dos somos seres humanos “porque cuanto es el hombre delante de Dios, tanto es y no más” (Adm. 19, 2).
Restaurar, en este sentido, es lo mismo que practicar la misericordia, no solamente a quienes nos aman porque “Si amáis a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? Porque también los pecadores aman a los que los aman.” (Lc. 6,32), es misericordiar como Dios nos ha misericordiado primero; hay que recordar el barro del estamos hechos, la hondura de la que fuimos sacados. La restauración de la Iglesia nos obliga a detenernos en el hermano, a no pasar por delante, a amarle y amándole dignificarle. Por eso en este momento de nuestra reflexión es bueno preguntarse ¿Quién es el leproso hacia el que Dios me quiere conducir?
Oír la voz de Dios consistirá, también, en oír la voz del hermano. Santa Teresa de Calcuta oyó la voz del crucificado fundirse con la voz del leproso de Calcuta y al unísono gritar: “Tengo sed” ¿buscas servir a Dios? ¿Asistirlo? El mismo Señor en el Evangelio te responde: cada vez que auxiliaste a uno de estos hermanos míos más pequeños a mí me auxiliaste; con razón San Juan de la Cruz afirmó que “en el atardecer de nuestra vida se nos juzgará en el Amor”
Concluyamos afirmando que haber endulzado la figura del santo de Asís, privó de la fuerza avasallante a aquel primer encuentro con el leproso en el que el pobrecillo, movido por una fuerza superior, se venció a sí mismo y dejando de lado cuantos prejuicios que se interponían entre Él y su hermano, lo besó y abrazándolo, practicó con él la Misericordia. Quien ha roto con sus prejuicios y se ha vencido a sí mismo, puede alcanzar las cumbres del amor a las que ha sido llamado.
Restaurar la Iglesia significa practicar la misericordia, pero no la misericordia de los mediocres sino la que cosió a Cristo a la cruz, la misericordia que vence al odio, que devuelve la libertad a los cautivos y la alegría a los tristes. Es la Misericordia de los máximos, la que hace avanzar a la historia por el verdadero camino de la dignidad humana.
Por eso, cuando san Francisco de Asís, al concluir su vida aquí en la tierra se preguntaba dónde había comenzado toda su aventura, la respuesta fue clara: “el Señor mismo me condujo entre ellos, y practiqué la misericordia con ellos.” (Test 2)